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   Reconozco mi, hasta ahora, absoluta ignorancia sobre el gran Alfredo Conde. Lo descubrí una calurosa mañana de verano en la Malvarrosa. Había adquirido varias obras de segunda mano en una de mis tiendas favoritas de Valencia y me regalaron un pequeño libro que una gran cadena hotelera ponía en las mesillas de las habitaciones con una selección de cuentos. Uno de ellos, sobre la postguerra, era del señor Conde, algo que me resultó fresco y divertido aún en la inmundicia propia de aquel momento histórico. Un lujo leer a un marino frente al mar, aunque también político, librero y banquero, todos estos oficios, como dice él, para poder ser lo que quería ser de niño: escritor. Ha ganado muchos y prestigiosos premios que no voy a enumerar. Hoy os hablo de Los otros días, Premio Nadal 1991, convertida ya en una de mis novelas favoritas, que he leído despacio, para que no se acabara, para degustarla hasta el último aliento de un director de orquesta con Parkinson, que vuelve a su tierra al retirarse. No es un libro para personas de un bestseller de vez en cuando, sino para buenos lectores, de los que exprimen un libro hasta saborear su exquisitez que vemos en el léxico, la socarronería y todos los temas de la condición humana: la decadencia moral, la decrepitud física, el miedo, la soledad, el deseo y un poco de amor todo ello envuelto en la imperturbable música. Alrededor de un paisaje gallego una enorme y preciosa sinestesia nos lleva a lo largo de la obra sin sensiblerías por lo que significa ser humano y por la relación del ser humano y el arte pero, sobre todo, de lo que significa vivir y estar vivo. De la belleza de la vida, del horror de la enfermedad, de la decadencia y la senectud a ritmo de una maravillosa batuta de madera de boj que tiene entre sus manos Don Alfredo.

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