WILFRED OWEN: POEMAS DE GUERRA

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Durante los años que tardé en redactar mi tesis doctoral sobre la guerra de Vietnam en la novela chicana tuve siempre a la vista uno de los poemas más importantes en  lengua inglesa Dulce et decorum est que en el enlace podéis escuchar leído por Kenneth Brannagh. Pertenece al libro Poemas de guerra que, en mi opinión, es uno de los libros de poemas más bellos y más ásperos que he leído. Se trata de una sátira contra la guerra y contra el hecho de transmitir de generación en generación la antigua mentira: dulce et decorum est pro patria mori, es decir, «es dulce y honorable morir por la patria». Se trataba de una frase utilizada en la Roma Antigua que proviene de un poema lírico escrito por Horacio. Owen (1893-1918) se hace eco del gran daño que este tipo de propaganda (y toda la que él no ha visto). Supongo que ahora estaría horrorizado. Recibió una sólida formación académica y entró en la Universidad de Londres. Trabajaba como tutor en Francia cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Ingresó en el ejército en 1915. Tras dos horribles experiencias se le diagnosticó neurosis de combate o fatiga de combate que era como se denominaba entonces al Síndrome de Estrés Postraumático (PTSD), se le envió al Hospital de Guerra Craiglockhart y cambió su modo de entender y escribir sobre la guerra. Allí conoció a otro poeta, Sigfried Sasson, quien le dio ánimos y ayudó con problemas estilísticos, trasformando por completo su vida. Se ha dicho que era un homosexual no declarado ya que Sasson le ayudó a introducirse en un sofisticado círculo literario homosexual de la época. Su relación con Sasson la podemos entrever en la magnífica película Regeneration de Gillies MacKinnon. Sin embargo, en mi opinión, los elementos homoeróticos de sus poemas pueden deberse a los denominados lazos de sangre que se producen en el combate, brotherhood.

Os dejo la traducción del poema de Gabriel Insausti para Acantilado y en el enlace del título lo tenéis en inglés.

«DULCE ET DECORUM EST»

Como viejos mendigos ocultos bajo sacos,

tropezando, tosiendo como ancianos, cruzamos por el lodo

hasta que al fin volvimos la espalda a las bengalas

y, agotados, marchamos hacia un lugar remoto.

Caminamos sonámbulos. Algunos, sin sus botas,

seguían adelante empapados en sangre,

ciegos y cojos, sordos incluso a los zumbidos

de los obuses que caían tras nosotros.

«¡Gas! ¡Gas! ¡Rápido todos!». Tanteando torpemente

nos pusimos las máscaras a tiempo.

Pero hubo uno que gritaba todavía

y se agitaba como un hombre en llamas.

A través del visor y de la niebla verde,

como hundido en el mar, vi que se ahogaba.

Aún veo en mis sueños, impotente,

cómo me pide auxilio presa de su agonía.

Si tú también pudieras, en tus sueños,

caminar tras el carro adonde lo arrojamos

y ver cómo sus ojos se marchitan,

ver su rostro caído, como un demonio hastiado;

si pudieras oír con cada sacudida

cómo sale la sangre de su pulmón enfermo,

obscena como el cáncer, amarga como el vómito

de incurables heridas en lenguas inocentes,

amigo, no dirías entusiasta

a los muchachos sedientos de una ansiosa gloria

esa vieja mentira: Dulce et decorum est

pro patria mori.

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YOKO OGAWA Y HAYAO MIYAZAKI

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La escritora japonesa Yoko Ogawa se aleja (a Dios gracias) de es@s pesad@s escritores de best sellers y, aún así, todas sus novelas se convierten en un fenómeno de ventas. No es algo corriente, no obstante, encontrar una forma de escribir tan personal y tan dulce que haga que se disfrute cada palabra y guste a un público tan variado. En su biografía se nos cuenta que se inspira en clásicos como El Diario de Ana Frank o las obras de Kenzaburo Oé que ha dicho de ella lo siguiente: «Yoko Ogawa es capaz de dar expresión a los elementos más sutiles de la psicología humana en una prosa sutil pero penetrante.» A mí, sin embargo, sus obras me recuerdan a las películas de Hayao Miyazaki como La princesa Mononoke, Mi vecino Totoro, El viaje de Chihiro, la más famosa y mi favorita El castillo ambulante. Todas ellas tienen esa mezcla maravillosa de poesía, compasión, ternura y fábula que siento en las novelas de Ogawa, lo que no significa que su destreza no incluya el punto macabro y desasosegante de La residencia de estudiantes, hasta el momento, la obra que más me ha llegado, más por lo que sugiere que por lo que dice. Se la ha comparado con Alfred Hitchcock, incluso. Su estilo, puro y sencillo, da la sensación de que se ha escrito de una sola vez. Siempre delicada y sutil, sus temas son variados. Así, las matemáticas son la base de su novela más premiada, La fórmula favorita del profesor, una preciosa historia entre una madre soltera que va a trabajar a la casa de un huraño profesor de matemáticas enfermo cuya relación nos muestra cómo se entretejen nuestras vidas con las de los demás. No se trata de un libro para el que haga falta saber matemáticas sino poseer una mente abierta y curiosa. Hotel Iris tiene un contenido sexual más explícito y en Amores al margen, la protagonista oye en su cabeza extraños sonidos en su cabeza y terribles dolores al más mínimo ruido sin explicación médica.

Acercarse al universo de Yoko Ogawa hará que cuando estéis en vuestra librería favorita empecéis a leer y no alejéis el libro de vuestras manos. ¿Me lo contaréis?

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DORIS LESSING: HISTORIAS DE LONDRES

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Podría daros muchas y variadas razones para leer a Doris Lessing porque es, y no era, una gran escritora, pero sólo os voy a decir algo que siempre he pensado y que ella ya había puesto en palabras: los hombres y las mujeres no somos tan diferentes. Si nos empeñamos en las diferencias nunca veremos las semejanzas y en estas Historias de Londres podemos observar todo tipo de personajes en los que comprender la esencia humana. Este volumen encierra 18 cuentos sobre las relaciones de esos hombres y mujeres en un Londres fiero, diverso y lleno de matices. Historias de padres e hijos, de amigos, de desconocidos que vemos en la calle. Historias de pobreza y desesperación ambientadas en los oscuros años 80 del siglo pasado que bien podrían ser los que vivimos hoy en nuestro país. La decadencia moral y la ruina económica que soportan los mismos de siempre no sólo es una denuncia. En una urbe hay muchos habitantes tan culpables y tan inocentes, tan inconscientes como los gobernantes de que sus propios actos afectan a los que nos rodean. Muchas son historias duras, intemporales, escritas, sin embargo, desde la compasión y la dulzura. Me encanta Doris Lessing y otras escritoras como Herta Müller o Yoko Ogawa (de la que hablaremos pronto) porque escriben para todos los lectores que quieren acercarse a la esencia del ser humano, como decíamos, oscuro y terrible en tantas ocasiones, lo que no nos puede privar de retener en la memoria las buenas acciones que podemos llevar a cabo si nos lo proponemos. Alguien debería preocuparse por los seres al margen, parece querer decirnos Lessing, sin olvidar a todos los demás ciudadanos que no son meros comparsas, que deberían percibirse desde fuera. Están ahí aunque a veces sería mejor que no estuvieran.

RAINER MARIA RILKE: LOS CUADERNOS DE MALTE LAURIDS BRIDGGE

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El estado anímico del artista. En mi entrada sobre Milan Kundera y el libro de los amores ridículos sólo daba una pincelada al respecto, pero creo que merece un poco más de atención. No hay que estar ni contento ni triste, hay que haber vivido y revivir las experiencias. Por supuesto hay una relación entre genio y locura pero no sólo eso. Los artistas son hiperestésicos y absorben su alrededor. Lo de los niños prodigio lo dejamos para otra ocasión. Os dejo con Rilke que lo explica de una manera maravillosa.

«Se debería esperar y saquear toda una vida, a ser posible una larga vida; y despues, por fin, más tarde, quizá se sabrían escribir las diez líneas que serían buenas. Pues los versos no son, como creen algunos, sentimientos (se tienen siempre demasiado pronto), son experiencias. Para escribir un solo verso, es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer a los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros y saber qué movimiento hacen las flores al abrirse por la mañana. Es necesario poder pensar en caminos de regiones desconocidas, en encuentros inesperados, en despedidas que hacía tiempo que se veían llegar; en días de infancia cuyo misterio no está aclarado aún; en los padres a los que se mortificaba cuando traían una alegría que no se comprendía (era una alegría hecha para otro); en enfermedades de infancia que comienzan tan singularmente, con tan profundas y graves transformaciones; en días pasados en habitaciones tranquilas y recogidas, en mañanas al borde del mar, en la mar misma, en mares, en noches de viaje que volaban muy alto y temblaban con todas las estrellas…y no es suficiente incluso saber pensar en todo esto. Es necesario tener recuerdos de muchas noches de amor, en los que ninguna se parece a la otra; de gritos de parturientas, y de leves, blancas, durmientes recién paridas, que se cierran. Es necesario aún haber estado al lado de los moribundos, haber permanecido sentado junto a los muertos, en la habitación, con la ventana abierta y los ruidos que llegan a golpes. Y tampoco basta tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar a que vuelvan. Pues los recuerdos mismos no son aún esto. Hasta que no se convierten en nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre y no se les distingue de nosotros mismos, hasta entonces no puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos, se eleve la primera palabra de un verso.»