RICHARD FORD: MI MADRE

Ford

 

En realidad yo quería hablar de Canadá pero no he sido capaz de terminar las 600 páginas. Tampoco pude con El día de la independencia y supongo que no estoy siendo justa con quien es definido como uno de los mejores escritores norteamericanos que para mí es tanto como no decir nada. Precisamente, hablamos hace poco del genial Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson y, a pesar, de que se interpreta que Ford radiografía como nadie la sociedad estadounidense, a mí me parece que las comparaciones son odiosas, lo que me lleva al eterno problema del gusto y la crítica literaria. Partimos, pues, de la base que Ford es un gran literato pero con el que no puedo pasar de la página 50 así que me he decidido a explorar alguna obra más breve y he topado con Mi madre, que es una especie de homenaje de quien le trajo al mundo.

De todos es sabido que la sociedad hispana y la estadounidense no tienen el mismo concepto de la familia, por lo que no debería haberme sorprendido por algunos párrafos, sin embargo, así ha sido, pero empecemos por el principio.  Su madre se llamaba Edna Akin, y había nacido en 1910, en un pueblo de Arkansas, una tierra dura, que apenas  tiene que ver con él. Algo que me ha gustado es la intención de Ford de ver a su madre como una mujer, como la veían los demás y como él no era capaz de hacerlo. Fue una mujer que no había estudiado, que se casó con un viajante y vivió quince años en la carretera, se quedó viuda a los cuarenta y nueve años y fue de un trabajo a otro para mantener a su hijo adolescente, problemático y que pasó largas temporadas con sus abuelos, que eran muy permisivos. Por lo que dice Ford, fue una mujer valiente y llena de resignación.

De una manera bastante aséptica Ford realiza una cronología por momentos que el recuerda como importantes  y cómo tras la muerte de su padre, no volvió a ser la misma. Después el se fue a la universidad, algo para lo que ella ni le animó ni lo contrario y, a partir de ahí, dejaron de verse, aunque hicieran esfuerzos. Ella tenía otra vida, con amigos y él se sentía culpable en cierto modo, de que su vida transcurriera de una manera  con un objetivo poco claro. Luego llegó el cáncer, él se planteó que fuera a vivir con su familia y ella se negó, pues no quería que sucediera lo mismo que le había ocurrido a ella con su madre y renunció a la idea. No quiero juzgar, pero el siguiente párrafo me ha dejado sin aliento: «Reíamos pensando en cómo la dejaría abandonada, ella en el asilo para pobres y yo en algún sitio pasándolo en grande» (Barcelona, Anagrama, 2010, p. 65). Creía que tenía bastante humor negro, pero esto me ha parecido terrible y se fue a una residencia que se había pagado ella. Al final sí fue con él y su mujer, pero dijo unas odiosas palabras. Le honra haberlas escrito, pero este libro, ni novela, ni biografía ni nada que se parezca, acaba diciendo que se querían y ya está y quizá eso sea lo que me ocurra con Ford. Que dice las cosas y ya está. Que no hay nada más, no hay nada que subyazca a lo que nos cuenta. El amor no es sólo decir «te quiero», como si las palabras fueran suficientes. Así que lo único que puedo decir, es que aunque en un principio pensé que era un homenaje a su madre, me ha parecido más una manera de expiar su propia culpa. Sin duda es un libro sincero, pero frío. No me ha llegado y no voy a dar a este autor más oportunidades.

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SHERWOOD ANDERSON: WINESBURG, OHIO

Sherwood anderson

Como cualquier cretino he leído la contraportada y, en honor a la verdad, se queda bastante corta, algo de por sí extraño. En la edición que manejo, Malcom Cowley, poeta, editor, historiador y crítico literario, apunta que escritores de la talla de Hemingway, Faulkner, Caldwell, Saroyan y Henry Miller, han contraído una «indudable deuda» con el autor. No obstante, deja tantos nombres fuera que no creo posible que ningún escritor estadounidense que se precie no haya bebido de Anderson. Podríamos mencionar a Carson McCullers, F. Scott Fitzgerald, Ray Bradbury, quien indicó que esta obra le inspiró Crónicas marcianas, o Raymond Carver, cuyo realismo podría considerarse algo desvaído frente a la fuerza de los personajes de Anderson, quien traza una certera línea entre lo genuino y lo falso.

Winesburg, Ohio: colección de relatos sobre la vida en un pequeño pueblo de Ohio, su título real, se articula a través de veintidós relatos contados por un narrador omnisciente, George Willard, un adolescente, reportero de un periódico local, que es el hilo conductor. Cada historia está protagonizada por un personaje y por eso me resisto, con otros tantos críticos, a llamarlo novela. Fue bien recibida, vendió unos 3000 ejemplares y se considera un clásico de la literatura estadounidense, precursora, en cierto modo, de las obras modernistas. Tras su éxito inicial en la década de los años veinte, decayó su popularidad como autor, pero la influencia, como decíamos, es notoria.

Los personajes muestran una manifiesta incapacidad de expresar sus emociones y la soledad es el tema principal.  Cuando lees Winesburg, Ohio, crees que otras obras son sucedáneos, a pesar de que su estilo es mucho más sencillo que el de Faulkner, pero mucho más oscuro que el de Hemingway, por ejemplo. Aunque en algunas cuestiones tiene cierta moralina, el estilo es demoledor. Se tacharon sus historias de «sórdidas», que se desarrollan en una zona rural, inventada, aunque exista un pueblo con el mismo nombre. Es un momento en el que la sociedad industrial comienza a variar las tradiciones y comportamientos. Estos personajes se encuentran en un impasse, aunque ni ellos mismos lo sepan. Sus vidas son un fiel reflejo, no sólo del Medio Oeste americano en las primeras décadas del siglo pasado, sino que puede que nos explique algo más del tremendo cambio al que nos vemos abocados en esta tercera revolución industrial en la que estamos inmersos. Podemos leer estos veintidos relatos desde nuestros cómodos sillones como algo lejano y escabroso o contemplar nuestra provinciana imagen en un espejo más grande en el que recordar aquella frase de Lampedusa: «es necesario que todo cambie para que todo siga igual». Sé que a veces es desolador y es duro. No, no es necesario escribir así, pero es imprescindible que, al menos de vez en cuando, recordemos que el mundo no gira a nuestro alrededor.

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RUSSELL BANKS: LA LEY DEL HUESO

banks

La novela de aprendizaje prototípica es El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, obra que detesto, aunque no recuerdo el motivo. Las novelas de aprendizaje, también llamadas de iniciación o bildungsroman, son aquellas en las que un joven parte de la inocencia a la experiencia a través de un viaje iniciático en el que tiene que superar una serie de pruebas. Es probable que lo hayamos explicado en otras ocasiones porque es algo que se repite y que Joseph Campbell indicó a la perfección en El héroe de las mil carasbasado en los mitos y los arquetipos de Jung. La grandeza del asunto reside en que podemos encontrar esta estructura en El Quijote o en la mayor parte de las películas de la televisión, incluidas las de Steven Segall o Jackie Chan. La ley del Hueso cumple la mayor parte de las características propias de estas narraciones, aparte de las mencionadas, como la muerte del padre, la del amigo y una cantidad ingente de vicisitudes, a través de las cuales no sólo llegará a la madurez sino a la sabiduría, diría yo.

No obstante, el tono de la obra no es el típico que cabría esperar. En primer lugar, el protagonista es un adolescente problemático y su propia visión de la vida cambia a medida de su intuición y no tanto de su experiencia mediante una técnica analítica de ensayo-error. En segundo lugar, su manera de expresarse mantiene a lo largo de la novela un punto de sutil ironía con cierto grado de humor, a pesar de las duras vivencias. Sin embargo, estos dos aspectos, por sí solos, no hacen de esta obra una novela especial, algo que sin duda es. Hueso, un chaval hecho a sí mismo pero no a la manera de Trump, cambia su nombre, aunque no sabemos si es por ser más duro, porque las experiencias vividas han dado «en hueso» y no le han hecho mella o porque ha decidido vivir su vida libre de injerencias desde lo único que le importa. Su naturaleza es de buen corazón, algo que no se ajusta al canon que nos presenta la sociedad por el que una adolescencia violenta siempre te convierte en criminal.

Lo impresionante de La ley del Hueso es que el protagonista en ningún momento deja de valorar la humanidad de las personas, de todas las personas. Ser humano no significa ser bueno o ser malo sino que es un compendio de aspectos positivos y negativos. Mi profesor de arte cuando yo tenía 18 años me lo explicó muy claro: benevolente significa «querer ser bueno» pues su etimología viene de bene (bueno) y del latín volo (querer). Según una leyenda india, todos llevamos dentro dos lobos uno bueno y uno malo pero sólo crecerá el que alimentes. Esa es la verdadera y única ley de la vida. Confieso que me ha llegado al hueso.

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